He llegado de urgencia a la parada del autobús, puede que mi urgencia no tenga nada que ver con la hora, pero puesto que soy yo quien lo digo, imagino que si, que algo tendrá que ver. A un señor alto, hermoso, refinado, le he preguntado, ¿Por favor, seria tan amable de decirme qué hora es?, en cambio ese señor ha vuelto la cara hacia otro lado, no he tenido ningún tipo de respuestas. La misma pregunta se la he hecho a una señora que lucía recién salida de la peluquería y su respuesta ha sido idéntica. Entonces pensé, “No me ven” “Tal vez son del grupo de personas a las que no se les puede hacer preguntas” “Tal vez ellos ya fabricaron su respuesta y no están dispuestos a mirar y obligatoriamente tener que cambiarla”
Afortunadamente, siempre hay un autobús para mi, he subido, allí sentado, un hombre con un fonendoscopio en el cuello “Doctor, por favor, me dice qué hora es” , él ha sacado un frasco de pastillas y me ha dicho “Tómese cada seis horas la roja, la blanca nunca, la felicidad aún esta muy lejos”. Desesperada avanzo por el pasillo, me paro ante un joven que acaricia un ordenador portátil, una extraña relación por primera vez aparece ante mis ojos, no importa, no es suficiente “Por favor, dueño de la evasión, ¿me dice la hora?”, él, sin reparar en que mi cuerpo es de carne y que sabe sufrir de frío, ha sacado un teclado de su maleta y me lo ha dado “Úselo, sólo cuando tenga un camino por el que andar”. Siento una especie de incomprensión a mi alrededor, así y todo, me digo “¿Y si el problema estuviera en el idioma?. Me siento al final del autobús, a mi izquierda alguien extremadamente pulcro, revisa un bloc de notas, otea su calendario y mira el reloj, “ya está, éste me lo dice”, pienso y automáticamente le hago la pregunta “Por favor, me dice qué hora es”, y garabatea una hoja en blanco que me extiende desde la amplitud de su manicura perfecta, la leo, “Su sesión de análisis es a las ocho y treinta”, ni me ha mirado, yo sólo le he preguntado la hora, no puede ser un mundo entero a mi alrededor que no responda a una simple pregunta. A mi derecha un joven escribe sin levantar la cabeza, “Por favor, me dice qué hora es”, y cierra su bloc, lo abre por la primera página y empieza a leerme su extenso poema.
“Que no, que yo solo he preguntado qué hora es. Preguntaba si es la hora de la lluvia, si es la hora de abrir los ojos, si es la hora de preguntarse si algo de lo vivido me ha servido ara algo. Si es la hora de navegar o de mirar al que hay enfrente. Si es la hora de decir una palabra. Si es la hora de hacer el gesto. Si es la hora de dejar de ser invisible. Si es la hora de buscar la pregunta que me coloque en otro autobús, con otro rumbo, o frente a la dirección de un amigo, ante cuya puerta puedo dejar mis palabras.
Que no, que ya todos han visto mi pregunta en color girasol y en voz grande o en voz pequeña y no he encontrado una sola mano que se levante frente a mi boca y que este dispuesta a tomar todas las interrogaciones y a disolverlas bajo el calor de una sola palabra suya, así como no veo un solo gesto que me incluya en un circulo, porque así yo también podría ver la hora de todos los puntos, en lugar de desaparecer como un solo punto desaparece del mundo cuando está solo en el centro de una hoja en blanco.
Yo pregunté, si es la hora de decir ¡BASTA! , si puede encontrar la humanidad una sola idea por la que pueda salvarse un hombre de merecer su propio olvido, para que lo próximo del ser humano puede levantarse sobre nuestra respuesta.
¿Qué hora es?
Y creyó Dios que siempre llevamos en la mano un aguacero.
Pero, ¿Dónde tiene Dios los ojos?”
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